martes, 14 de junio de 2011

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lunes, 29 de noviembre de 2010



miércoles, 16 de septiembre de 2009

Un ataque de tos.

Un Ataque de Tos






...¿qué quieres?

¿Pregunta o propuesta?

Si es propuesta, no gracias y si es pregunta vete a chingar a tu madre.

Dulce diálogo como diría Pilar Cámara.



Son las 5.48 a.m. de un 14 de abril.

Quince and a half are too many years for love...

Estoy en paz, no me quiero cortar las venas ni estoy en un estado de ánimo particularmente constructivo. Tengo una tos que ya me ha desgarrado garganta y yo no sé qué más. Estoy exhausta de toser.



Me imagino a Isra y a Josefina llegando con ese halo de pureza que han adoptado, me imagino a Josefina vestida de blanco caminando como una estatua griega con un brazo alejando un largo velo blanco que por el otro lado cae sobre sus hombros y a Isra atrás acudiendo a tomarla de la mano.

Angelical sin duda.



...¿por dónde empezar?

Enciendo el televisor en espera del noticiero de la mañana. Mi charla matutina con el qué hacer del mundo y mi país. Ahora está iniciando la programación están tocando el “himno” ya son las seis, increíble, qué rápido y lo que he escrito no se lee ni en tres segundos, las palabras surgen, son un hecho manifiesto. Tardan a veces, pero cuando llegan, las tomas o las dejas. Es la diferencia entre elegir convertirse en escritor o no, al menos eso creo, yo he dejado pasar muchas palabras, pienso que más adelante las recuperaré, tal vez ese más adelante ha llegado finalmente, tengo 41, espero que las palabras se hayan quedado atrapadas entre los insondables abismos del “jefe”.

Cuando me llaman loca, tengo mucho cuidado de no recompensar con la misma frase hacia quien se ha expresado así de mí, por eso si me dicen... “fulana x.... Dijo que estas loca”, nunca cometo el error de concebir “ella también está loca” a simple vista suena nada más cursi, pero en realidad trae consigo el poder de enloquecerme, así yo respeto “al jefe”, la locura y a sus críticos, amigos, manipuladores y aprendices.

Cuando digo aprendiz de loco No me refiero a la forzada locura tipo Eduardo Ortegón, esa locura – pesadita y cursi de “bohemio” yucateco trasnochado. Esa clase de locura no me interesa para nada.

La locura “el jefe” me hace temblar. No acuso a nadie de loco. Por acá. No, no, no, no, no. Es una responsabilidad. De hecho cada palabra lo es.



Ya son las siete. El noticiero empezó. ¡Qué horror!, cazadores desollando foquitas, quiero vomitar. La nieve se pinta de rojo y esas manchitas, vivas, blancas, con sus ojos lánguidos echando una última mirada a un mundo que desconocen, reciben un golpe que les parte el cráneo... Huí de la televisión. En donde hay un mar en el que no van a nadar fueron golpeadas hasta casi morir o morir antes de que les arranquen la piel.
. Y las foquitas Se ven suavecítas como peluchitos. Cae el mazo y quedan flácidas. Infelices, la plaga “hombre” atacó de nuevo.
Estos son los niveles de ignorancia a los que puede llegar “el jefe.” Ausencia de conciencia. Indiferencia. Y sobre todo crueldad. La crueldad de quien no puede ponerse en los zapatos del otro y lanza el golpe brutal. La falta de empatía hacia la belleza y dulzura de las pequeñas focas, cuyo destino natural es el de nadar en el océano.
La cara del hombre que no nos gusta, y que preferiríamos no ver. Dónde pone pié “hombre” ¡Cuidado! Qué decir de mente y manos.
Nada más lejos de mi intención que tomar al “jefe” para parodiar al “eterno” Erasmo, lo llamo así por que cuando se le lee el universo no lo contradice y eso me sorprende. Al empezar a leerlo se puede ver reaccionar a todas las cosas. Me explica el ladrido del perro que escucho a lo lejos y su regularidad... lo que puede esperarse.
Me convenció desde la primera frase, seguida de una reacción natural del entorno. ¡Viva! ... al rey.
Vuelvo a estudiar la palabra entelequia. La entelequia del momento me lleva a escribir. La entelequia de mi vida me lleva a aceptar que tengo unos pulmones muy enfermos y que Marlboro country me está pasando la cuenta postrera. Siento que como un hilo logro introducir con algo de esfuerzo el aire en mis pulmones. No sé si es que estoy bajo el influjo de mi natural tendencia a dramatizar. Al menos me lo han dicho a lo largo de mi vida, no sé, como 500 veces, “dramatizas, tienes tendencia a dramatizar, eres muy dramática” pienso que esto es lo que en mi familia se llama Vadillismo o el dramatismo de la familia de mi madre.... Ella en primer lugar. Mis frases favoritas... “¿Cómo quieres que esté?... Ya te imaginarás cómo tengo que sentirme.” Estas palabras casi le hacen el perfil.
Palabras, cada día me fijo más en las palabras y los gestos, he notado, por ejemplo que cuando afirmamos algo como, “tal persona es muy sincera,” y nuestro interlocutor hace inconscientemente un pequeño sonido desaprobatorio, es que sabe que mi afirmación puede no ser cierta. En este tipo de detalles paso mis días inútiles.
Aunque el “hombre” mienta, está diciendo la verdad, sólo es necesario escucharlo atentamente. Cuidadosamente. “¡Ah! He aquí, ya sé quién eres.” Hay personas a quienes nos lleva años estudiar, tienen sistemas muy sofisticados de manipulación, por lo general están muy atentas, y al mismo tiempo no escuchan lo que no quieren. Se anticipan. Llegar a conocerlas se vuelve un reto en sí. Evitan todo lo que pudiera desenmascararlas. Son cuidadosas en cada detalle y cada frase. Para saber qué tan peligrosos pueden ser, es necesario averiguar su historia sin prejuicios. Entonces en el proceso de conocerlas, al menos aumentamos las probabilidades de sobrevivir.


¿Cuál será el promedio de personas que se conocen? ¿Cuántas personas pasan a lo largo de una vida? ¿Cuántas nos interesan? ¿Quién puede hacerse imprescindible? He visto tantos rostros. El de mi abuela Lita en el instante de su muerte mientras me tomaba la mano, y la apretaba como despedida. Tensión en todo el cuerpo y abandono, como dar un salto y mi mano tan grande tomando la suya tan pequeña y frágil, tan blanquita. Orgullosamente blanca diría de los mestizos, “estaba oscuro como un túnel de negros a medianoche”, le temía a todo lo que oliese a africano, a los morenos, incluso a los bronceados. Se horrorizaba ante nuestras largas jornadas en la playa: “ Tienen quemadura de primer grado, pónganse vinagre para rebajarse el color”. Nos contaba sus anécdotas: “Nosotras nos metíamos a bañarnos entre las ocho y las nueve, para no quedar tostadas como ustedes”, y nos miraba con desdén ante nuestra piel oscura.
También recuerdo su rostro de indignación, enojo, desazón cuando un cura empezó a hablarle del sufrimiento de la virgen María como antesala para la terrible noticia: “¿Me esta queriendo decir que mi hijo esta muerto?” “Si” Observar que su fe tambaleaba. “¿Te acuerdas que pediste cuando era un niño que no muriera de tuberculosis? Dios te lo dejó muchos años.” Le digo, en un intento de restablecerla de la rebeldía de su alma. Lo logro. El dolor se manifiesta.
No pude ver el rostro de mi padre muerto. El ataúd estaba sellado. Ya tenía días de muerto y sin embargo recuerdo la parte oficial que leí en donde se describía cómo lo encontraron: El estado de su cuerpo. Las marcas, la ropa. Los pantalones abajo. Mareo. No puedo describir qué rostro tuve en ese momento, pero puedo afirmar que quedé pálida.
En el funeral, un contrariado rostro del delegado apostólico reza inclinado ante el féretro. Hecho que los periodistas presentes ignoran y yo noto. Me siento tentada a comunicarle a los fotógrafos la magnitud de la imagen, pero me desanimo. Prefiero archivarlo exclusivamente en mi memoria. Veo la mirada de Prignione girar hacia la prensa que lo pasa por alto. Se levanta y se va. Lástima, no quedará registrada su presencia y actitud de ese nublado medio día en Gayosso.
Me gustaba jugar con mi padre, bromearlo, darle la vuelta verbal a los asuntos. “Hija ¿qué se siente tener un padre genio?” “Imposible saberlo” le respondo muy seria. Ambos reímos.
“Si me dices que engañaste a tu marido te doy mil pesos” me dice. “¿Si te lo digo o si te lo confieso?” le respondo.
Ese extraño matrimonio en el que me sumergí por dos años. No creo haber tenido nada que ver con Alfonso, salvo que llenaba mi necesidad de saberme por encima del común denominador de mi especie de “niña de casa.” Mi vida adolescente distó mucho de entrar en esos parámetros. Sin embargo yo me movía en ese círculo, pero a otra velocidad e intensidad.
Mis ideales humanistas ayudaron mucho al deseo de casarme con él. Un hombre del pueblo, sencillo, humilde, pobre. No tomé en cuenta que iba a ser un macho que me iba a partir la cara por que yo no cumplía sus expectativas de “mujer de hogar” que lava, plancha, cocina y que además reconocía que alguien más me gustaba. Quemaba mis dibujos en la chimenea, hecho que me indignaba más allá de lo imaginable, quemó el regalo que me hizo Juan. Juan me gustaba mucho, más que él. Con su halo místico, sus enseñanzas orientales, su gusto por crear ambientes, ese aire como de príncipe. Era mi tipo perfecto de hombre. “Arregla tus asuntos” me dijo antes de que nada ocurriera. Una mujer se le metió y yo me embaracé pensando en él y en Siva. No pude ver su rostro por que bajé la cabeza al decírselo. Nunca más, adiós Juan, romance y todo lo demás. ¿Qué será de él? Ese es un rostro que aún hoy quisiera ver.
La primera vez que entró a mi casa que era un desmadre. Se dedicó en cuerpo y alma a la limpieza. Hizo una sopa de semillas como no he probado antes ni después. “Eres una mujer de otra época,“ no entendí qué quiso decir con esto. Pensar en Juan me pone en un estado exaltado, como de espera. Como si después de todos estos años fuera a entrar a la habitación en cualquier momento. Me gustaría que supiera que soy un poco más ordenada.
Me he pasado el día en silencio, lo que hace que los ataques de tos disminuyan. Estoy esperando que den las cuatro para ir a cobrar son las 2.55. Quise descansar un rato pero la posición horizontal me provoca a toser. Jugué un rato y estoy aquí de nuevo. Antonio vino a llevarse la “chaya” que tiró la tromba la semana pasada. No ha parado de joderme. “Quiero bolsas” “Ahí le llaman”. Doña Tere esto, doña Tere lo otro, me trae asoleada. Yo intento representar que estoy muy ocupada, le vale, “¿quiere que pode la limonaria? Esta bien picante la chaya” Este último comentario sé que significa que la tarifa va a ser más alta de lo acordado. En fin, si está picante la chaya, no es su culpa, ni la mía. De todas maneras yo pago. “¿Vio que le traje manguitos?” le contesto que sí afónica, no me escucha y pregunta otra vez. Tengo que hacer un esfuerzo por gritar que sí y empieza el ataque de tos.
Escucho a Camila argumentar en la cocina con Lucía, le discute todo, que la leche, que quiere esto o lo de más allá, se molesta si su tía no se lo da, reclama, grita, llora. Pero lo hace de una manera tan adorable que es imposible no querer complacerla. Ya está en su triciclo jugando con su amigo imaginario. Diario le cambia el nombre, creo que se le olvida. Me llama Antonio, creo que al fin se va. Voy a despedirlo y a bañarme, ya es hora de irme. El pasto, podadísimo. Limpieza total de plantas. Todo regado, limpio, la “chaya” toda recogida. Valieron la pena las 500 interrupciones. Camila juega junto a mí.
Son las 7.42, hora de Mérida. Temperatura fría para ser Abril.
Ya se durmieron, bueno al menos eso creo. Cecilia me pareció que se estaba haciendo a la dormida, pero está en la hamaca con Camila sin emitir ni un ruido, en cualquier momento cae.
Vino Carolina amorosa a traerme un jarabe y una goma asquerosamente desagradable que se supone me va a curar. Ya me tomé ambas cosas. Siento que estoy mejorando. También le entré al antibiótico, ¿qué más?
Sufrí para cambiar el cheque que me pagaron en el Icy. Los bancos ya habían cerrado, me arriesgué a ir al de Carrefur. Lejísimos de mi casa. Siquiera lo logré. No había nada en la casa. Ni gas siquiera, nada. Era urgente. Mi relación con el dinero es a veces tan tirante que hace que me agote. Tengo que jalarlo con tanta fuerza que me molesta, prefiero cuando fluye armónicamente, pero últimamente hay muchos impedimentos para conseguirlo. No soy la única, he escuchado a otros quejarse. Los últimos años han sido de mucho esfuerzo. No sé si es por que estoy más vieja y me agota más todo o es que estoy harta de los afanes mundanos.
Mi indiferencia hacia el dinero o los placeres que produce es absoluta. Para mí es más como una penosa necesidad que hay que satisfacer, pero la ambición o el deseo de poseer, lo poco que tuve de ambos lo perdí hace mucho. Recuerdo el día que me di cuenta. Estaba en Navadwip, India. Al fin había llegado mi esperadísimo dinero. Sin yo saberlo, mi vida había adquirido un matiz nuevo. Ya no dependía de las cosas. Podía pasarme sin ellas. Tuve que hacer un esfuerzo para comprar algunas cosas para mis hijas. Fue como un chispazo y aunque en ocasiones he sentido deseo de posesión, esta tendencia esta más que erradicada.
Mis mayores anhelos siempre han girado en torno al amor. Lo he buscado y buscado, incluso he creído llegar a experimentarlo. De hecho creo que he tenido experiencias muy intensas de amor, místicas podría afirmar. Ese huidizo sentimiento que puede hacerte vivir o morir. Que puede otorgarte la dicha o desgracia. Este sino otorgado por los Dioses para hacer al hombre recordar la pérdida de lo eterno.
Adán y Eva fueron eternos hasta que fueron expulsados del paraíso. Hasta entonces su realidad no tenía ni principio ni final. De ahí su angustia. Primero tuvieron todo, pero al perderlo, su anhelo de tenerlo de nuevo se incrementó.
Y la presencia de la muerte pisándoles los talones. Esa conciencia nueva tan difícil de tolerar de la propia fragilidad. El paso de la inocente infancia a la adolescencia.
Pienso en los niñitos del mundo que nacen tan frágiles. Y el destino que les damos. Esos rostros de mujeres famélicas con niños delgadísimos cargados, pegados a un pecho seco. Qué rostros esos, qué ojos, qué miradas.
El niño de Vrindavan, su madre lo dejó gritando sobre el pozo, solo. Si conoces los ojos de los hindúes ya te imaginaras los bellísimos ojos pintados de kejel y llenos de lágrimas del pequeño. Detuvimos el canto, dos mujeres y yo nos acercamos a atender al niño. La madre vino en segundos y lo tomó de nuestros brazos, todas inquirimos la causa del castigo desusual. Argumentó en una lengua que desconozco, pero que mis amigas hablaban. Nos fuimos, antes de partir miré una vez más hacia ese rincón de Vrindaban, la mujer me sonrió.
La cara de felicidad del “chavo” de Calcuta cuando pregunté si él había pintado los cuadros que colgaban de las paredes. Su propia interpretación del arte moderno occidental. Ya no quería despegarse de nosotros. Caminó toda la avenida acompañándonos. Lo había descubierto sin querer y se sentía feliz. Nos dio dinero. Creo que si le hubiera dicho que se viniera al templo con nosotros no lo habría dudado. Pero el camión lo dejó atrás en esa zona de edificios nuevos de la ciudad.
Son las 10:43 p.m. Atrás escucho el sonido de la tv. La tos me está volviendo a molestar. ¡Qué fastidio!
Si no te haz comido un Gomy-TOS no sabes lo desagradable que puede ser un tratamiento anti-tos. Funciona, lo corroboré de forma indescriptible por lo desagradable. Extraño a Tony, él hubiera podido encontrar la palabra exacta para definir una limpia pulmonar. Son las 8.26, pasó el noticiero.
Dicen que siempre debes saber a dónde quieres llegar cuando se trata de escribir, así que voy a interrogarme acerca de esta obsesa necesidad de hacerlo. ¿A manera de cobra cuentas? No tiene ningún sentido, ¡qué hueva!. ¿A manera de que me encanto?, ja, ja, ja, no lo creo. Estoy divirtiéndome, no hay duda. Acabo de recordar que tengo que hacer los dibujos de hoy. Bueno aún no abre la tienda, eso me da un margen de 28 minutos.
¡Batallón!... ¡Al ataque!
Son las 5.38 p.m., empecé a corregir el trabajo de Wilberth a las ¿qué? ¿9.30? Interrupciones leves. Vino Antonio a traer su maquina de podar, que si se la puedo guardar por hoy. Siento un inicio de “tenme acá”, en fin, pobre. Llamé a Tony, estaba bañándose, hablé con Pía, lo de siempre, cuando nos vemos, bla... bla... bla...
Hoy recordé mis escandalosas fiestas adolescentes, los cuates que eran un minigrado menos que desconocidos absolutos, pero que le entraban al trago, al ligue. Había un chavo al que creo que llegué entonces a considerar un amigo, Vito. Adoraba, idolatraba, lloraba, reía, se cortaba las venas con “Anhelo de vivir,” la vida de Vincent Van Gogh, era tal la impresión que el libro había causado en Vito que cuando hablaba de él se exaltaba, él que por lo general era callado y tímido. Recuerdo que una tarde en que yo me había tomado “una cava”, hubo un agasajo entre los dos. Vito era un chavo muy lindo, muy mi tipo. Pero su hermano mayor era el popular, conversador, guapo, etc... hecho que no ayudaba mucho a Vito.
La calle de Anaxágoras. Ahí vivíamos cuando nací. De ahí tengo recuerdos hasta de mi cuna. De mi abuelo Max, de Chelito, Meche. Ramiro, el niño cuya madre lo mató a golpes al igual que a su hermana menor. Los horrores de Rosa. Los golpeaba desde la cuna, sin motivo. Me acuerdo estar en el cuarto que era de las “muchachas” como les decían en mi casa, en donde dormía Rosa con Ramiro. Su rostro de furia incontrolable, al escuchar el llanto de su hijo. Levantaba la mano toda tiesa a la altura de su cara y abofeteaba al infante, Suplicarle que no lo hiciera. Obviamente el niño más lloraba y ella más lo golpeaba. Un día se fue. Supongo que mi madre la despidió, no sé, años después volvió con Ramiro autista y una niñita. Chelito se dedicó a la tarea de rescatar a Ramiro, lo cuidaba y defendía como si fuera su propio hijo, no le permitía a Rosa casi ni acercarse. Pero Rosa se volvió a ir, le salió un amante que acabó matando a su hija a golpes y más tarde de una golpiza de ambos, murió Ramiro. Varios podemos afirmar, que en la casa de Anaxágoras, en el patiecito, junto a la cocina en donde Chelito lo mantenía a la vista mientras arrastraba su cochecito de metal de atrás hacia delante, se escuchaba, después de su muerte, el sonido del carrito y se veía “algo” parecido al halo de un niño.
Hoy perdí la facultad de hablar, es un extraño sentimiento, tengo un hilo de voz y me es imposible o casi, incrementar el volumen, lo he tenido que hacer algunas veces durante el día y he pagado la cuenta con ataques descomunales de tos. Me duele la cabeza. Espero que el Gomy-TOS haga su trabajo.
Me entró una nostalgia tremenda por los devotos, tal vez haga planes para ir a Guadalajara pronto.
Dicen que las musas cuando llegan tienen que encontrarte trabajando. Así me siento al fin a las 8.12. PM después de evadirme toda la tarde a enfrentarme con ellas.
Camila quiere oír su cuento en la computadora. Si vieran su cara diciéndome “abela quieyo ir mi quento,” entenderían, espero que las musas lo hagan y sean tan gentiles de esperarme un rato más.
Quince minutos y Camila está lista para dormir, hoy fue cumpleaños de Cecilia. Sara y Lucía las llevaron al cine, cuando regresaron partimos el pastel de Cecilia que ella pedía a gritos. De Cacahuates mmm... el que a mí más me gusta, dulcísimo. Ceci ni lo probó se estaba durmiendo.
Cuando era niña mi mamá y Chelito hacían para nuestros cumpleaños un pastel de nescafé y chocolate. Este particular sabor lo olvidé por muchos años hasta el día que María cumplió dos años. Ese día vino mi mamá a celebrar con nosotros y preparó el pastel. María cantó y partió su pastel, la primera rebanada fue para su perro. Estábamos en Avándaro, había decidido vivir ahí con mi hija, alejándome de la ciudad de México que no me gustaba. Había conocido ya a Alfonso con quien de inmediato había iniciado una relación. Mis amigos de entonces Sadot y Siluen habían organizado una “obra teatral” para niños. Cuando apareció Siluen con la cara pintada de payaso. María empezó a pegar gritos de horror y salió corriendo a esconderse en la casa. No hubo poder humano que la hiciera regresar. Nunca había visto la televisión, ni payasos, no estaba acostumbrada sino a las imágenes naturales del entorno.
En esa fiesta probé el pastel y fue como un golpe de recuerdos, en especial el de una fiesta de mi infancia en la que hicieron bolsas de celofán rellenas de dulces, preciosas para mi visión de 5 años. Recientemente había entrado a estudiar a una escuela popis de México. La odiaba. Me sentía fuera de lugar y triste todo el tiempo. Cuando entré ya sabía leer, no sé cómo es que aprendí, mi madre dice que lo hice mientras le enseñaban a Berta. Las imágenes de entonces acuden a mí y me provocan la sensación de pesadilla, no sé por qué. A la maestra de preprimaria, no le hizo gracia que yo ya supiera leer y leyera del pizarrón todo lo que intentaba enseñarnos, me hizo pararme frente a toda la clase y escribió una palabra inexistente, concluyo hoy. Abarcaba todo el pizarrón de aproximadamente cuatro metros de largo. No pude, ella empezó a burlarse, yo me solté a llorar. Mis guantes eran demasiado grandes para mí y eso también hizo que las niñas se burlaran, me sentí completamente vulnerable.
Ahora pienso que por años dejé de llorar. Tenía que estar de tragos para poder tocar mis emociones. Y lo hacía con frecuencia. El día que murió mi papá volví a llorar así, como ese día frente al pizarrón.
Las torturas emocionales, no venían únicamente del colegio, siendo la más chica de la casa, era el desquite de mis hermanos mayores quienes en ocasiones con saña, me hicieron daño. Con una sensación de angustia, de dolor en el estómago y ganas de llorar, me retiro para poder olvidar, la tos de nuevo ha empezado a picarme en la garganta.
Mis terrores quieren atacarme, creo que me he puesto sensible por que las bebés están enfermas. Eso me causa angustia y se me manifiesta en el personaje de “El Aro” que sale de la tele. Salgo del cuarto para cerrar la puerta que va al patio, en un intento de detener a los espectros. Los vecinos no nos han dado vida con su sábado feliz. Son las 11.29 de la noche que podría ser agradable a no ser por su música a todo volumen y sus ¡jey, jey, jey! Hace como una hora aumentaron el volumen, Camila empezó a retorcerse en la hamaca. Nos han tenido sometidos a su invasión sonora desde las 10.00 a.m. aprox, no tienen compasión. Cada sábado es igual. Siquiera suspendieron sus invasiones diarias. Pero hubo que ir a decirles. Altaneras, pesadas, groseras. Nos ofendieron, primero a mí y luego a Lasiamayi. Malhabladas, pero apagaron el estéreo. Colgué en la sala un hermoso pensamiento acerca de vecinos para que nos ayude a sobrellevarlos.
Yo también tuve mi desquite en la adolescencia, hecho que hasta el día de hoy me pesa en varios sentidos. De pronto nos presentan a la alumna nueva. Marianela. En el salón, había un lugar vacío, cerca de la ventana, no era “mi lugar.” El mío, mío estaba hasta atrás, ideal para los exámenes y la clase de música, durante la cual, a lo largo de varios meses, engañé a la maestra haciéndole creer que estaba sorda. Que casi no podía oír nada. No sé si ella supo algún día que no era cierto, pero si lo hizo, jamás me lo dijo. El otro lugar, estaba en primera fila, al lado izquierdo del salón, miraba al jardín, allí me sentaba para contemplar los árboles y las pasarelas, podía ver quien iba y venía de la casa de las monjas, además, atrás se sentaba Marisa, una de las persona más queridas para mí. Su seguridad y sinceridad. Sus poemas a Dios suplicándole que se la llevara, un ser sensible, bueno e inteligente, así era Marisa. Llegó Marianela y le asignaron el lugar junto a la ventana, automáticamente empecé a cavilar qué hacer, por un lado “mi lugar,” centro de todas mis travesuras o el otro, que me exigía mejor comportamiento, pero que me gustaba mucho más. He de confesar que la “vista” era lo que menos quería perder. Así empezaron mis incursiones diplomáticas hacia Marianela, entre nosotras podíamos arreglar cambiarnos de lugar, ella muy pesada y creída, hablaba con un aire de suficiencia que no le iba para nada ni a su flacuchería ni a sus ñonerías. Caminaba jugando a no pisar la raya, lo cual era ridículo para una niña de secundaria, su mamá la iba a peinar al colegio cuando no lo hacía en su casa. Tenía un pelo largo, largo, no era bonita. Se había ganado mi aversión, no sólo no había querido darme el lugar, era difícil que yo no convenciera entonces a cualquiera de mis compañeras y muchísimo menos que me negaran nada que les solicitara, alegre y amablemente, sino que además había sido muy grosera, hecho que me hería, yo era respetada entre mis compañeras. ¡Se acabó! Me la traje de encargo, ¿ella me acusaba y difamaba con su mamá que venía a reclamarme?, más imposible le hacía la vida. Yo no tenía a mi madre cerca entonces, vivía en Mérida. Me pesa haberle hecho pasar malos ratos a Marianela. No lo haría de nuevo.
Lasiamayi y Lucía son la misma persona, su nombre “la más bella” en sánscrito, es un nombre de Radharani. Me sorprendió que Guru Maharaja le pusiera así, siempre la llamé bella, la más bella, belleza, bellísima, etc... Cuando Lucía tenía cinco años y entraba en un lugar, se escuchaba un sonido de admiración ante la vista de su rostro. Uno de los rostros más hermosos que haya visto. La belleza interior de Lucía es tal, que la desborda en cada uno de sus movimientos, siempre pausados, suaves, seguros, definitivos, una danza.
Son las 11.30 de un miércoles de Mayo. “¿Sabes qué Sara? La historia que no se cuenta es la del príncipe que se convierte en sapo”. “Buen punto ”. Sí, una vez convenido el matrimonio, el “macho” cambia. Los pequeños logros de los seres incapaces de manifestar un compromiso real. La mujer ha pasado a ser propiedad del hombre y lo más triste es que ella asume orgullosamente su nuevo estatus. Y por el otro lado las mujeres usadas por estos encantiños abusadores y grises. Para suerte de la humanidad, esta especie dominante, está en extinción gracias a que la mujer asume posturas más allá. La prostituta que de estos roles asume la posición más degradada, representa la forma más superficial de la acción. La que se realiza con el único fin de satisfacer los sentidos superficiales. Para esta especie de hombre, palabras como lealtad, integridad, sinceridad, etc... y todas aquellas que le dan consistencia y fuerza a una relación humana, no tienen un verdadero significado. Evidentemente insatisfechos, transitan la vida irritados, a veces furiosos y destructivos. Al final de sus vidas terminan refugiándose en la maltrecha esposa amargada, a quien pretenden venerar como el último recurso de protección ante el vacío que los ahoga. Las eternas historias de maridos arrepentidos en sus últimos instantes, después de una vida arruinada, que pudo haber sido dichosa,. Una vida en la que sometieron a sus mujeres a toda clase de hostigamientos, desprecios y abusos. Y la deuda pendiente hacia todas aquellas personas de las que se aprovecharon.

Recuerdo a mi abuela Gertudis con sus ojos preciosos color “violeta” como ella decía; yo los veía azules. Se notaba que había sido bella a pesar de los años, tenía un no sé qué aristocrático que le venía natural. Educada y culta. Yo la adoraba de niña. Se acostaba junto a mí a serenarme para dormir. Yo padecía de un terror nocturno descomunal, necesitaba tomar la mano de alguien para poder conciliar el sueño. Ella me tranquilizaba contándome historias de su vida. “.... qué triste estoy sin ti, que triste estas sin mí...” cantaba con tristeza. “Tu abuelo no me dejaba salir sola a ninguna parte, ni a la tienda de la esquina y si algún muchachito venía a trabajar a la casa y yo osaba decir que había hecho bien su trabajo, lo despedía de inmediato. Celoso, no permitía risas a la hora de comer, todos tenían que acicalarse para sentarse en la mesa. Al final de nuestra vida estaba muy arrepentido y me pedía perdón”, “perdóname Tula, por favor perdóname, no he sido un buen esposo” El “no he sido un buen esposo” significaba que tenía familia aparte y en secreto, cosa que mi abuela nunca supo. Lo que era un hecho es que la hizo infeliz. Ella tuvo otro enamorado, uno de sus maestros que la adoraba y le escribía poemas, ella los repetía de memoria. El muchacho era pobre, ella contaba con emoción las anécdotas del “aspirante,” creo que este hombre estaba ganando su corazón, pero un día al llegar a su casa el Dr. Max Vadillo había ido a pedir autorización para visitarla, convirtiéndose de este modo en el enamorado “oficial” y futuro esposo. “Ay” suspiraba mi abuela sin decir más.

Nada nunca me transportaría tanto a otra época y otro lugar, como los relatos de mi abuela de su infancia, sus días en Isla Mujeres fantásticos, los exóticos obsequios de mi bisabuelo, las inimaginables cajitas de música. Las casas todas de madera. Los huracanes, el de aquél día en que mi tío salió volando en su hamaca junto con el techo de paja de su casa perdiéndose para siempre. Cuando la metieron de pupila después de la muerte de su madre que murió “de parto.” Los tristes días de interna que pasó junto a su hermana. Comparándolos siempre con sus días felices al lado de su madre en la playa de Progreso y la isla. Su madre que me sonaba dulce en sus labios cuando la evocaba. Sus berrinches por quedarse a pasar las noches en casa de su abuela. Yo veía pasar las escenas como en una película, veía los lugares con tal precisión que aún ahora me sería fácil convertirlos en imagen. Casi puedo escuchar el sonido de la madera de los barcos de mi bisabuelo cuando atracaban en el muelle. Su viaje a Nueva York en el que le hicieron el dibujo en que aparece muy bella con su sombrero de pluma. “No tengas miedo, nada más repite: voy a dormir, voy a dormir, voy a dormir”. Con estas palabras suyas, aprendí a conciliar el sueño.



Me recuerdo muy pequeña abrazando el rostro de mi madre a la que veía bellísima. Recuerdo la sensación de ese amor absoluto hacia ella. Su aroma, siempre he estado muy consciente de los aromas de las personas.




Son las 10.25 las niñas duermen, Lucía corrió a ver a Ceci que lloró, He leído las últimas palabras que escribí. Mi madre, pobrecita, casi no la visito, la última vez que la fui a ver estaba contenta de que hubiera ido, le enseñé algunos ejercicios de Tai Chi y le prometí volver pronto si los hacía. “Nunca debemos de dejar de tratar de superarnos” le dije. Estuvo especialmente cariñosa y me dijo que sí los haría, quisiera ser una mejor hija, tener la capacidad de hacerla feliz, pero cuando pienso en ir a su casa me entra el desánimo, no quiero abandonarla.

Estoy enfrentando días de mucha carencia, esto por ratos me enfurece, no tengo dinero y me molesta no poder pagarle a los trabajadores, pienso en sus familias.

No sé si antes era más inconsciente o me importaba menos el dinero, pero recuerdo que no me ponía tan tensa cuando pasaban estas cosas. Los oídos me han sangrado de tanta tensión, no estoy hecha para los afanes mundanos, me hostigan, quiero dibujar y no hay telas, quiero pintar y no hay óleos.

Ya le entregué a Eva las pinturas del taller, tengo confianza en que puede venderlas. Es buena para el bisne.


Son las 10:10 me gusta, es decir que sean exactamente las 10:10 y no 10:12 o 10:15. Como si fuera 7 de julio del 77, esas coincidencias del tiempo me hacen sentir que algo emocionante puede pasar en ese segundo, como un momento especial, único. Hoy vino Ofelia a bailar, disfruto tanto ver bailando a mi antigua niñita que se escondía tras las cortinas cuando estaba conmigo y llegaban mis amigos, llegó a llamarme mamá aquella vez que me la dejaron porque sus papas se fueron a Europa, se enfermó y estuvimos en el hospital, yo tenía quince años y no me separé de ella ni un segundo, no quería comer y el doctor me pidió que yo intentara alimentarla, pasé y ella comió todo lo que le di. La dieron de alta. Me sentí lo máximo, importantísima y muy necesaria.

Hacia ella siempre tuve un cariño muy natural, desde la primera vez que la abracé, ella se sintió cómoda en mis brazos y yo muy a gusto al cargarla. Es increíble que haya personas con las que uno siempre se siente bien, que no nos amenazan sino que nos complementan. El año pasado la vi en Nueva York después de mucho tiempo de no verla, me tocó pasar ahí el día de las madres, me llevó a un lugar encantador en donde comimos unos wafles deliciosos rellenos de queso crema y arándanos. El lugar estaba hasta la madre de gente, tuvimos que esperar, me contó de su vida, yo le conté de la mía, lloramos, nos reímos, como el reencuentro de dos camaradas. Le dieron una beca para su maestría en coreografía en una prestigiada escuela de Nueva York, ni siquiera la había solicitado y se la otorgaron, me hace feliz escuchar sus logros. Mi niña bailarina, mariposa que vuela con los pies y toca el cielo con sus manos.

Vimos juntas “The Creammaster” tuvo paciencia ante mi lentitud para ver la exposición, fuimos al barrio chino y a comer a un restaurante italiano, el mesero se enamoró, pero a ella no le interesó, recientemente había terminado una relación y no quería saber nada de nadie. Es chulísima, alegre y consentidora con su “tiuchis” como me dice.



8.24 de un domingo, vino Isra en la tarde, le mostré mis apuntes, le gustaron. Camila ya está cansada y rabia por todo, quiere cenar pan con mantequilla y mermelada. Me cayó algo de dinero de aquí y de allá, estoy un poco más tranquila. Me he sentido cansada todo el día, desanimada. El calor ha estado infernal. Juanpa me regaló un aire acondicionado, desgraciadamente estaba en las últimas y solo trabajó una semana, Sara, que prácticamente se había instalado a vivir junto a él, ha tenido que buscar otra locación más fresca.



Los refrigeradores no son lo que eran antes, como gran cosa anuncian que son anti-escarcha. Eso quiere decir que ya no producen la deliciosa nieve casera que sólo podía recogerse con un vaso. Son las 10:56 de un lunes. El que más escarcha producía era el de casa de mi abuela Tula. Un caserón de la calle 64 cerca de la esquina del Dzalbay. Una esquina era un bar y la otra una tienda en donde un día vi a un hombre al que le sangraban los pies. No llevaba zapatos y sus pies estaban destrozados, su cara sucia, sombrero roto, su imagen me impresionó, yo era pequeña y apenas alcanzaba el mostrador, me miró muy serio, yo no le quitaba los ojos de encima. No me gustó ver que sufría. Creo que de esta imagen de mi niñez viene mi desinterés hacia los cuidados de los pies, como si no me perdonara esos pies sangrantes, como si me dijera a mí misma, ¡hey! tu no sufres tanto como ese hombre, tus pies no sangran. Tal vez de ahí me venga la aversión a usar zapatos, sentirme demasiado vestida frente a los pies desnudos de aquel triste personaje, si lo viera ahora con mis pies descuidados y mis zapatos jodidos no sentiría la vergüenza de entonces de mis zapatitos relucientes, podría acercarme y decirle “ahora sí te comprendo, sé lo que es el paso por la vida.”

En la casa de mi abuela se sentía un olor único que ya no se siente en Yucatán, ni siquiera en los pueblos, inconscientemente creo que aún lo busco cuando voy a dar mis talleres infantiles, pero ese olor a pabellón, a humedad, a polvo de cara y a vainilla, ya no existe. “Una vez escuché pasar a la muerte, hacía un ruido como de arrastrar y pegar, eran sus cadenas, tu abuelo dijo que era el barrendero que arrastraba su escoba y la sacudía, pero cuando me asomé no había nadie.” Mi abuelo murió cuando yo era muy pequeña y sin embargo lo recuerdo buscando salvavidas de caramelo en el cajón pequeño de arriba de su estante para dármelos. Lo veo tan alto. Le tuvieron que cortar una pierna por la diabetes. Después murió. También lo recuerdo en mi cuna, asomándose hacia mí, dándome algo rosado. Chelito me baña después con el jabón que me dio mi abuelito. No recuerdo las palabras de entonces, creo que aún no las tenía en la memoria, sin embargo, recuerdo a mi abuela junto a él que me sonreía.

El patio de aquella casa, con andadores que llegaban hasta el cuarto del servicio, los frutales atrás, en un rincón cosas que ya no servían, siempre encontraba algo interesante entre ellas, sobre todo botellitas de colores. Cuando venían mis primas jugábamos ahí, un día los más grandes llevaron cigarros para probarlos, me dieron mareo. La curiosidad de saber qué había atrás de la barda del fondo, altísima. Alberto sacaba conclusiones diversas. Yo me imaginaba un cuarto de herramientas sucio y oscuro. Podía pasar horas enteras sola, jugando ahí.

Me dan ganas de una sopa de tomate, como la que preparaba mí mamá. En lugar de agua como indicaba la lata, le ponía leche evaporada, quedaba deliciosa y la comíamos generalmente cuando llegábamos a Avándaro al medio día a pasar el fin de semana. En el suelo de la parte de atrás del coche mientras nos dirigíamos hacia allá, inventaba que entraba a mi casa, lo sorprendente es que recuerdo esa “mi casa” perfectamente, la entrada eran unas escaleras que bajaban hasta una estancia en donde estaba una mesita con cuatro sillas, del lado izquierdo había una cama y al frente una pequeña ventana, cuando me bajaba del coche, a veces me asomaba para ver mi casa por abajo del vehículo y me preguntaba por que no se veía desde ahí. Por lo general salíamos el viernes en la noche o el sábado temprano, éstos viajes me hacían sentirme igual que las imágenes de mi libro de cuentos, especialmente la de los niños jugando en un sube y baja hecho de troncos. Recoger zanahorias en el huerto que hicieron Gil y Mari, antes de la ampliación de la casa que lo hizo desaparecer. Ir a la barranca, perdernos en el bosque. El camino frente a la casa que llevaba a unos zacates que formaban una especie de asientos en donde Meche y yo jugábamos bajo la zarzamora. Se formaba una especie de refugio natural que me encantaba. La salsa hecha por Mari, la esposa de Gil, chiles verdes, tomate huajillo, cebolla y ajo, todos asados y, machacados en el molcajete, sal, un sabor rústico. Tortillas recién hechas, no de maquina. Creo que tengo hambre, voy a desayunar.

El ataque de tos ha pasado.

martes, 21 de abril de 2009

A la vera del río